Bellas son las estrellas que vagan por los cielos, ansiosas por brillar, por estar vivas en un espacio tan oscuro y negro como el carbón astillado, agotado, quemado.
Bella era ella, que caminaba sin rumbo seguro, que el camino en el que arrojaba su vida, tan solo era la brecha de una herida profunda, la herida de su pueblo, la de su historia, la de la gente inocente e incompetente.
Shaína nació en un pueblo pequeño de Siria. Uno de esos que huele a especias y los ancianos pasean con sus nietos. Un pueblo con vitalidad, con ilusión. Un pueblo que un día tuvo calles asfaltadas y sueños por cumplir. Ahora solo quedaba ceniza, sangre, escombro y cuerpos mutilados; corazones apagados…No porque estuvieran cansados; simplemente el destino, o quizás la ansiedad del humano ante la posesión, les llevo a esta situación.
Shaína solo tenía ocho míseros años, pero parecía que para entonces sabía lo que era la vida ¿La vida? No: la supervivencia. Caminaba por un camino helado, dejando atrás su pasado. Dejando atrás a una madre mutilada y un padre con una historia acabada. En cada paso que daba en aquel bosque sin flores recordaba los dolores de su madre, el miedo y el sollozo de sus vecinas. Recordaba como su madre, mientras la sangre se le derramaba le decía:
– Shaina, sigue a la gente y no te pares, aunque oigas gritos y gente llorando a mares ¡tú no pares!. Sigue tu camino, porque si no lo sigues nunca llegarás a tu destino.
-¿Y tú? ¿Qué pasa contigo?- Contestó ella.
-Empieza el camino, y cuando me cure yo te sigo.
Le dio una caja de cerillas y caminó, caminó sin descanso, y notaba que su energía se acababa y solo quedaba en el hielo, la soledad y el frío.
Cerca tenía las puertas de Europa, de la supuesta salvación, pero parecía que aquella puerta nunca sería abierta… ¿Quién le iba a decir que en la puerta encontraría a tanta gente muerta?
Se sentó y se hizo chiquita, intentando pensar en cosas bonitas, pero no se podía quitar aquel cuento de la cabeza, el cuento de la cerillera, quizás porque cada vez se parecía más a ella.
Tan sola, con los pies helados y los ojos cansados, ella tampoco había vendido ninguna cerilla, y se sentía helada, sola y empapada. Decidió encender una. La luz se hizo cada vez más grande y mientas el fuego se derretía, soñó que se reía en el parque con sus amigos y se tumbaba en la arena, mientas el sol su piel acariciaba y la brisa su piel besaba.
Después se apagó la cerilla, y de nuevo la noche apareció fría e indiferente y se pusieron frente a frente mientras encendía la segunda cerilla, y la retaba, retaba la noche, con garra pero sin reproche.
Recordó las comidas de su casa, aquella carne a la brasa y el olor a canela y sintió como su boca se hacía agua, y mientas tanto lloraba, ya no diferenciaba el miedo del dolor. Miró a aquella muralla llena de metal y volvió a mirar al cielo.
Brillaban las estrellas, el mundo dormía sin paz, y de repente… ¡Una estrella fugaz! Su padre decía que cuando una estrella caía, era porque una persona se había alejado; había dejado su vida.
Tenía cada vez más miedo y más frío, y encendió todas las cerillas mientras tiritaba cansada. La luz era enorme y uniforme. Parecía sincera y se abalanzo hacía ella, porque no quería que se apagara una luz tan bella en una noche tan oscura.
Entonces los vio; a sus padres, que venían a buscarla. Se acercaron y la abrazaron mientras la consolaban: “no llores más, hermosa” dijo su madre. “Sé que sin mí no tendrías que haberte ido, pero desde ahora siempre estaremos contigo”.
Al día siguiente en la nieve, en las puertas de Europa, un cuerpo de una niña con cerillas agotadas en la mano se hallaba muerta. Ella no tuvo tanta suerte como la cerillera; a ella nadie la vio.